“Para mí es un bien haber sido humillado, pues así he aprendido tus mandamientos”
Lunes 16 de Mayo. Reunión de la CVS#20
PALABRAS DE LA VIDA INTERIOR.
(Enzo Bianchi).
LA HUMILDAD
La humildad es una virtud sospechosa. Esta palabra nos llega lastrada por el peso de una herencia que la ha convertido en virtud individual, meta de la búsqueda del autoperfeccionamiento de cada individuo. Además, aparece como sinónimo de autoaniquilación de la criatura frente a Dios que lo es todo, y de disminución de sí mismo frente a los demás. En la actualidad, tal cosa está considerada como una actitud no adecuada ante un Dios que ya no mata lo humano, sino que lo asume y valora. Por otra parte, en ocasiones parece estar aludiendo a una actitud artificial, a presentarse por debajo de lo que es y de lo que se vale. Los psicólogos prefieren el vocablo “autenticidad”, el cual, de hecho, no dista mucho del significado del antiguo término latino humilitas. Niestzsche coloca la humildad en la línea de la búsqueda religiosa de consuelo ante la propia impotencia. Pero la humildad no es solo sospechosa: tal vez resulte incluso peligrosa. En efecto, predicar la humildad y hacer de ella una ley es algo no exento de riesgos; hay que tener cuidado con cómo la entienden las diferentes personas. Probablemente se dará el caso de que no afectará en absoluto a quien tiene una “alta” autoestima, mientras que quien alimenta una “baja” autoestima, la interpretará de una manera desequilibrada.
Pero ¿qué es la humildad? Las múltiples definiciones que ha dado la tradición cristiana nos encaminan a captar su carácter relativo, en especial, respecto a la diversidad de las personas y de las libertades personales. Incluso la definición más repetida, y que mejor comprende su carácter propio, no la ve tanto como una virtud sino como el fundamento y la posibilidad de todas las demás virtudes. “La humildad es la madre, la raíz, la nodriza, el fundamento, el ligamen de todas las otras virtudes”, dice San Juan Crisóstomo; y, en este sentido, se comprende que Agustín puede ver “en ella sola toda la disciplina cristiana” (Sermo 351, 3,4). Por tanto, hay que librar a la humildad de la subjetividad y del devocionalismo, y recordar que nace de Cristo, que es el magister humilitatis (maestro de la humildad), como le llama el obispo de Hipona. Pero Cristo es maestro de humildad porque “nos enseña a vivir” (Tit 2, 12), guiándonos a un conocimiento realista de nosotros mismos. Así, la humildad es el atrevido conocimiento de sí mismo ante Dios, y ante el Dios que ha manifestado su humildad en el rebajamiento del Hijo, en la kénosis hasta la muerte en cruz. Pero en cuanto auténtico conocimiento de sí, la humildad es una herida inferida al propio narcisismo, pues nos reconduce a lo que somos en realidad, a nuestro humus, a nuestro ser de criaturas, y de esta forma nos guía en el proceso de nuestra humanización, de nuestro devenir homo. He aquí la humilitas: “Oh hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en conocerte” (Agustín de Hipona).
Aprendida de aquel que es “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), la humildad hace de la persona el terreno sobre el que la gracias puede desarrollar su fecundidad. Ahora bien, de la misma manera que el hombre conoce su ser criatura, sus propios límites creaturales, y también su ser pecador, y simultáneamente sabe que ha recibido todo de Dios y que es amado incluso en su limitación y negatividad, a humildad se convierte en él en voluntad de sumisión a Dios y a los hermanos en el amor y en la gratitud. Sí, la humildad es relativa al amor, a la caridad. “Allí donde hay humildad, allí también hay caridad”, afirma San Agustín; y un filósofo de nuestros días le hace eco: “La humildad dispone y abre a la gracia, pero esta gracias no es la humildad, sino solo la caridad”. (V. Jankélévitch).
En este sentido, la humildad es también un elemento esencial para la vida en común. De hecho, y no por casualidad, en el Nuevo Testamento resuena constantemente a invitación a que los miembros de las comunidades cristianas se revistan de humildad en las relaciones recíprocas” (1 Pe 5, 5; Col 3, 12), “consideren a los otros, con toda la humildad, superiores a sí mismos” (Flp 2, 3), “no busquen cosas altas, sino que se plieguen a las humildes” (Rm 12,16). Sólo así puede tener lugar la edificación comunitaria, que es siempre compartir y participar en las debilidades y las pobrezas de cada uno; solo así se combate y se vence la soberbia, que es “el gran pecado” (Sal 19, 14), o mejor, la ceguera que impide vernos de verdad a nosotros mismos, a los otros y a Dios. Por lo tanto, antes que esfuerzo de autodisminución, la humildad es acontecimiento que brota del encuentro entre Dios manifestad en Cristo y una criatura determinada. En la fe, la humildad de Dios desvelada en Cristo (“el cual se humilló a sí mismo”, Flp 2, 8) se convierte en humildad del hombre.
Para que nazca la verdadera humildad, para que la humildad sea también verdad, para que se llegue a adherir a la realidad obedeciendo a Dios con gratitud, muchas veces es necesaria la experiencia de la humillación. Humillarnos en libertad y por amor es para nosotros una operación difícil, y realizarla de manera pura resulta casi imposible, pues existe una humildad que en el fondo es vanagloria redoblada…… La humildad no es tanto una virtud que conquistar, como un rebajamiento que sufrir; por esto, la humildad es ante todo la humillación. Humillación que viene de los otros, sobre todo de los más cercanos a nosotros; humillación que viene de la vida, y que nos contradice y nos supera; humillación que viene de Dios, que con su gracia es capaz de humillarnos y de enaltecernos como ningún otro puede hacerlo. Más que otra cosa, la humildad es lugar para conocerse a sí mismo de verdad y aprender a obedecer, como Cristo “aprendió la obediencia por las cosas que padeció” (Heb, 5, 8), y entre ellas, “la infamia y la vergüenza” (cf. Heb 12, 2; 13, 13). La humillación es el acontecimiento en el que se va al fondo del propio abismo rasgando el corazón (“cor contritum et humiliatum, Deu, non despicies”, Sal 51, 19). Entonces, gracias a esta experiencia, se pueden repetir con verdad aquellas palabras del salmista: “Para mí es un bien haber sido humillado, pues así he aprendido tus mandamientos” (sal 119,71).